Esta entrevista en español por Paolo Caruso fue publicada bajo el título Conversaciones con Lévi-Strauss, Foucault y Lacan, en Milano, U. Murcia, 1969 y en Barcelona, Ed. Anagrama, 1969.
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Antes que nada, quisiera que me precisara el sentido de este «retorno a Freud», sobre el que usted tanto insiste.
Mi «retorno a Freud» significa
simplemente que los lectores se preocupen por saber qué es lo que Freud
quiere decir, y la primera condición para ello es que lo lean con
seriedad. Y no basta, porque como una buena parte de la educación
secundaria y superior consiste en impedir que la gente sepa leer, es
necesario todo un proceso educativo que permita aprender a leer de nuevo
un texto. Hay que reconocerlo, antes no se sabía hacer otra cosa, pero
al menos se hacía bien; en cambio, actualmente tampoco podemos decir que
sabemos hacer otras cosas, aunque estamos convencidos de ello; no basta
con hablar de método experimental para saberlo practicar. Sentado esto,
saber leer un texto y comprender lo que quiere decir, darse cuenta de
qué «modo» está escrito (en sentido musical), en qué registro, implica
muchas otras cosas, y sobre todo, penetrar en la lógica interna del
texto en cuestión. Se trata de un género de crítica que no soy el único
que la práctica de una manera específica; basta abrir un libro de
Lévi-Strauss para darse cuenta de ello. La mejor manera de practicar la
crítica sobre textos metodológicos o sistemáticos es la de aplicar al
texto en cuestión el método crítico que él mismo preconiza.
Así, al aplicar la crítica freudiana a los textos de Freud, se llegan a descubrir muchas cosas.
¿Existe algún punto en el que se
sienta usted alejado de Freud? Por ejemplo, al hojear su libro «Écrits»,
que acaba de aparecer, he visto un ensayo que se titula Más allá del
principio de realidad, que es una paráfrasis del Más allá del principio
del placer freudiano; esta paráfrasis, ¿tiene un matiz polémico o es
solamente una declaración de fidelidad?
No. No tiene ningún matiz polémico;
¡cuando lea el artículo podrá ver! que en él no hay nada de
extra-freudiano y la paráfrasis precisamente quiere poner esto de
relieve. Más allá del principio de realidad quiere
decir que lo que Freud llama «principio de realidad» se ha entendido
simplemente como «realidad»: todo el mundo sabe lo que es la realidad,
la realidad es la realidad… Pues bien, no es así. Fijándose mejor,
cuando se lee a Freud se descubre que el «principio de realidad»,
formando pareja con el «principio del placer», no significa de una
manera simple el principio que aconseja adaptarse, por ejemplo.
En todo caso, usted no quiere ser sólo un intérprete, un exégeta de Freud.
Si sólo lo soy o no, son los demás los que deben juzgarlo. A mí, esto me basta.
Leer su libro es una empresa muy
ardua. Incluso los lectores muy preparados reconocen que algunas partes
son indescifrables. ¿Cómo explica usted que su estilo resulte tan
elíptico?
Es indispensable destacar que en las líneas que abren mi colección de escritos, empiezo por hablar de estilo, utilizando el slogan de «el estilo es el hombre». Es
evidente que no puedo contentarme con esta fórmula, que se ha
convertido en un lugar común apenas ha sido inventada. Referida a un
determinado contexto de Buffon adquiere un sentido distinto. En aquel
breve texto preliminar ya doy una indicación elíptica de lo que quiere
decir «función del estilo jádico», estilo que precisa de la relación de toda estructuración del sujeto en torno a determinado objeto, que después es lo que se pierde subjetivamente en la operación, por el hecho mismo de la aparición del significante. A este objeto que se pierde lo llamo objeto en minúscula y
en la praxis analítica interviene estructuralmente de una manera
avasallante, porque un analista no puede dejar de dar una importancia
«primaria» a lo que se llama la relación de objeto. Para dar
una ilustración a quienes no hubieren oído hablar nunca de esto, podemos
referirnos a un «objeto», el seno materno, que todo el mundo conoce, al
menos vagamente, por su sentido, por lo que tiene de mórbido la misma
utilización de la palabra «seno»; el seno hinchado, turgente, lleno de
leche, al constituir un signo fantasmático, se
valoriza más o menos eróticamente; y en cambio, por otra parte, esta
valorización erótica del seno resulta bastante misteriosa, puesto que no
se trata del seno materno sino del seno en sí mismo; y digo que es
«misteriosa» porque es un órgano que, después de todo, en su estética es
poco aferrable para asumir un valor erótico particular. El análisis ha
aclarado todo esto, al referirlo a algunas fases del desarrollo, al
valor privilegiado que aquel objeto pudo adquirir para el sujeto en su
fase infantil. Pero si nos referimos a otros objetos igualmente
conocidos aunque menos agradables, todo el análisis de la estructura, es decir, de las constantes significantes en cuya base se encuentra la función (que
es secundaria respecto a la estructura), todas las incidencias
múltiples, repetitivas, que determinan que se recurra continuamente a
este objeto, demuestran claramente que no se puede explicar en modo
alguno su presencia verdaderamente dominante en la estructura subjetiva,
atribuyéndole solamente un valor vinculado a la génesis. Hablar de fijación, como
se hace en algunos sectores particularmente retrógrados del
psicoanálisis, ya no es satisfactorio, porque se ha llegado a constatar
que, (98)sea cual fuere la importancia teórica que se
atribuye a este concepto, según interesen más o menos las formulaciones
teóricas (incluso en el caso de estar muy alejado de mi formulación
teórica particular, que es calificada de estructuralista), la
relación del objeto revela un valor tan prevalente, en forma consciente o
inconsciente, que llega a demostrar la necesidad de este objeto. El
cual, sin duda no es un objeto como los otros y la dialéctica de la
objetivación y de la objetividad, aunque siempre ha estado vinculada a
la evolución del pensamiento filosófico, por sí sola no basta para
explicarlo. En cierto modo, este objeto esencialmente es un objeto perdido. Y
no sólo mi estilo en particular, sino todos los estilos que se lean
manifestado en el curso de la historia con la etiqueta de un determinado
manierismo – como lo ha teorizado de una manera eminente Góngora, por
ejemplo –son una manera de recoger este objeto, en cuanto estructura al
sujeto que lo motiva y lo justifica. Naturalmente, en el plano
literario, esto exigiría unos desarrollos enormes que nadie ha intentado
todavía; pero en el momento en que suministro la fórmula más avanzada
de lo que justifica determinado estilo, a la vez declaro su necesidad
ante un auditorio particular, el auditorio de los analistas. Yo he
promovido sistemáticamente algunas fórmulas de estilo propio, para no
eludir al objeto; o, más exactamente, me siento más a gusto en ellas,
para dirigirme, a nivel de la comunicación escrita, al público que me
interesa, el de los analistas. Esta simple nota basta para destacar que
no se trata de eludir una cosa, que en nuestro caso específico es el
complejo o sea, en último análisis, una carencia; en todo caso,
la elipsis no es el meollo de este estilo sino otra cosa a la que nos
introduce el término «manierismo» que he usado antes; en este estilo hay
otras cosas –otros modos independientes de la elipsis – y por otra
parte, yo no tengo nada de elíptico, aunque no hay estilo que no imponga
la elipsis, ya que verdaderamente es imposible describir nada sin
elipsis. La pretensión de que «todo quede escrito», si fuera realizable
daría lugar a una ininteligibilidad absoluta. Por ello, esta especie de
reconocimiento que hago de la relativa dificultad de mi estilo, no la
subrayo demasiado, ya que la experiencia me demuestra que, dado que no
he conseguido formar (y el término es exacto) a un auditorio,
que en cualquier caso será un auditorio de practicantes, en la medida en
que no los he formado aún para la comprensión de unas categorías que no
son usuales, mis artículos pueden parecer oscuros a primera vista.
Además, los primeros artículos que figuran en este libro, aun cuando en
el momento de su primera publicación en revistas podían parecer oscuros,
en general, unos años más tarde no sólo resultaban comprensibles para
todo el mundo, sino incluso de fácil comprensión; y se puede observar
que en el fondo, contienen alguna cosa que se transmite a nivel del
estilo. Para mí esto es una confirmación. Le he dado una respuesta
difícil, pero no veo el motivo para darle otra, ya que ésta es exacta.
Según usted, ¿qué relación hay entre la relación de objeto y las relaciones entre sujetos (o intersubjetivas)?
Evidentemente, aquel objeto particular que llamo objeto a minúscula no
adquiere su incidencia en la intersubjetividad sino a nivel de lo que
se puede llamar la «estructura del sujeto», teniendo presente que el
término sujeto se articula y precisa por medio de determinados nexos
formalizables según los cuales, en su origen el sujeto es efecto del
significante. Es la incidencia del significante la que constituye el
sujeto, al menos el sujeto definido, articulado en la incidencia en la
que se interesa, es decir, el sujeto que nos es necesario para dar lugar
a la realidad. Porque es el orden el que determina el inconsciente. En
la medida en que precisamos de un sujeto que no nos lleve a metáforas
banales ni a franjas de error para definir al inconsciente, esta
estructuración del sujeto nos obliga, por así decirlo, a no considerarlo
cortado de la misma «tela» que el objeto a minúscula. «Tela»
es un término que hay que entender literalmente. Por principio nos
referimos aquí a algo que nos ha inducido a construir en estos últimos
años una topología. Por lo tanto, la relación del objeto no se coloca a
nivel de la intersubjetividad en cuanto ésta, por ejemplo, queda
implicada en la dimensión de la «reciprocidad» (en la psicología de
Piaget la intersubjetividad es absolutamente fundamental y
trascendental). Ha sido preciso comenzar por determinar la clase de
forma, de modelo burdo, en que se articulaba el pensamiento de «los
analistas médicos» (que son gente, puedo afirmarlo, «a quienes faltan
muchas dimensiones de cultura»). En el período de entreguerra se
introdujo la noción de intersubjetividad, como una especie de barrera de
humo, o como un puente hacia lo que es un problema de otra especie,
para quienes se hayan tomado la molestia de leer a Freud: el de la
estructura intrasubjetiva. Pero precisamente el término, en cuanto
contrapone inter e intra, nos puede conducir a un
camino sin salida, a identificaciones aproximativas; por ejemplo, a
considerar estructuras como las que introdujo Freud con tanta precisión
de matices y con tanta finura, que son las que nos proponemos elaborar,
considerar como el ego, el ideal del ego, el super-ego, como unidades
autónomas funcionando dentro de quién sabe qué sistema, quizás de un
«ámbito común» no mejor identificado (y que convendría llamar «sujeto»).
Y hoy vemos quienes, con este motivo, creen que hacen progresar el
psicoanálisis, llamándolas, según el contexto anglosajón, self. Es
preciso promover estructuras infinitamente más complejas, que permitan
dar cuenta del resultado del análisis. Como fuere, no podrían en modo
alguno fundamentarse en el concepto de «totalidad» que algunos autores, y
autores célebres y aun ingeniosos en el campo analítico, han promovido
para dar pruebas de no sé qué clase de apertura mental, o para poner à la page,
a la moda, unas ideas que en campo fenomenológico están más o menos en
el aire. En realidad, (no hay nada tan contrario a la experiencia
específicamente analítica), y a la vez tan apto para ocultar su
verdadera originalidad. En una palabra, la relación de objeto se sitúa,
no en el plano intersubjetivo, sino en el de las estructuras subjetivas,
que en todo caso serían las que nos conducirían a las cuestiones de la intersubjetividad.
Al hablar de relaciones
intersubjetivas me refería, más que a Piaget, a la tercera parte de
L’Être et le Néant de Sartre (que usted cita en un ensayo de su libro).
Es decir, que me refería sobre todo al sentido de «dialéctica
existencial» y de «mirada objetivante».
Como ya he podido señalar al tratar del
término intersubjetividad, en lo que se refiere a la estructuración
subjetiva se podría articular en forma bastante precisa lo que separa mi
«formalización» de la «formalización» del juego de las conciencias de
Sartre (aunque él probablemente no aceptaría el termino
«formalización»). He indicado que aquel texto sartriano es
extraordinariamente rico de síntesis muy brillantes y sugestivas, por
ejemplo, de lo «vivido» en la relación sádica, y en general, de
determinado tipo de relaciones calificadas de «perversas». Desde el
punto de vista clínico, sería muy fácil demostrar que todo esto es
sencillamente falso, porque no basta con hacer una especie de producto
sintético, una síntesis artificial de algo sobre lo que se tienen datos
de comprensión recogidos no se sabe dónde, sin duda de una introspección
propia; no basta, decía, con reconstruir correctamente la estructura.
Por ejemplo, aquella forma de viscosidad, a nivel de algunas
intencionalidades corruptas de que habla Sartre, no forma parte, en modo
alguno, de lo que se puede observar en los auténticos sádicos.
En una palabra, es literatura.
Una literatura muy seductiva,
estimulante, extraordinaria y que en verdad sirve para sugerir la
exigencia de su control; es decir, es una especie de iniciación, una
experiencia ejemplar.
Pero cuando se controla se descubre que es falsa.
Sí, y para que se pueda explicar precisa una estructuración muy distinta.
¿Su reproche se limita a L’Être et le Néant, o cree usted que se puede extender de una manera general a la impostación fenomenológica del problema?
Vea usted, yo no debo hacer ningún
reproche global a la fenomenología; la fenomenología puede ser muy útil
según a lo que se aplique. Por otra parte, se puede decir que hay tantas
fenomenologías como fenemenólogos. Pero ahora me refería a la
fenomenología que se perfila en algunos capítulos de L’Être et le Néant,
y en los que Sartre pretende captar una experiencia vivida, como
ejemplo de erotismo perverso. El resultado tiene una gran calidad y por
sí solo ya justifica el que se deba recurrir a una formalización que no
se limite al registro de la intersubjetividad de L’Être et le Néant.
Usted se ha referido a la relación
que nos liga al seno materno, relación que ha sido analizada por Melanie
Klein y sus discípulos. ¿Qué juicio le merece esta escuela
post-freudiana? ¿Qué sentido tiene su «retorno a Freud», teniendo en
cuenta que usted no rechaza en bloque las sucesivas aportaciones a las
formulaciones freudianas?
Refiriéndonos a Melanie Klein no podemos
hablar de ningún modo de psicoanálisis post-freudiano, a no ser que
demos al prefijo «post» un sentido meramente cronológico.
«Post-freudiano» quiere decir que se ha llegado a una etapa ulterior, de
la misma manera que se habla de una época post-revolucionaria (que
nadie ha visto aún). Se puede decir: la revolución ha terminado y los
problemas que se plantean son de otra índole; pero estamos muy lejos de
esta situación. Melanie Klein se mantiene en el surco de la experiencia
freudiana y el hecho de que sostuviera polémicas con Anna Freud no
quiere decir que no fuera freudiana, y casi más freudiana que la otra.
En sí, el psicoanálisis del niño es un campo que presenta dificultades
de relación muy especiales respecto al psicoanálisis freudiano.
Podríamos (103)decir que el anna-freudismo viene a ser la
introducción masiva de una estructura pedagógica dentro de la
experiencia específicamente analítica, en cambio Melanie Klein conserva
la pureza de tal experiencia, en el mismo nivel del psicoanálisis
infantil.
¿Utiliza usted el término «pedagógico» en sentido ético-formativo?
Propiamente no, sino más bien en el
sentido de una investigación que tienda a fundamentos, a técnicas, a
procedimientos que tengan una finalidad normativa, que hagan pasar la
experiencia vivida del niño por una serie de fases típicamente
educativas. Estas finalidades estructuran la experiencia directa de Anna
Freud. Melanie Klein mantiene en el niño la pureza de la experiencia y
centra su investigación en el descubrimiento, en el sondeo y en la
manipulación del fantasma. Es indudable que ha hecho verdaderos
descubrimientos, que pueden llamarse post-freudianos en el sentido de
que se han añadido a las experiencias de Freud. Pero, por otra parte,
también es indudable que los ha expresado en términos que teóricamente
son atacables, porque en cierto sentido resultan demasiado adheridos a
su empirismo y no pueden asumir toda su situación exacta. Así, por la
manera en que Melanie Klein teoriza la función del fantasma en
sus etapas primitivas, por todo lo que se refiere al cuerpo de la madre y
a la inclusión precoz del Edipo como tal entre los fantasmas del recién
nacido, lo único que se puede decir es que se trata de teorías tan
insostenibles que llegan a inspirar respeto. Quiero decir que resulta
admirable que estos fenómenos la obliguen a forjar teorías impensables y
que ella acepte forjarlas, ya que en definitiva, las teorías se han de
someter a los hechos. Desde luego, más adelante las teorías se hacen más
inteligibles y convincentes, por la intervención del que teoriza. Pero
ante todo es preciso registrar, como lo hace Melanie Klein, el dato
observado, aunque a nivel del empirismo «un dato no se define por sí
mismo» (esto nos llevaría lelos). En otros términos, los frutos de la
experiencia de Melanie Klein y de su escuela se quedan en resultado
alcanzado.
En todo caso, un resultado freudiano.
Ciertamente. Y perfectamente integrable en términos freudianos. Aunque yo no me he dedicado a él de una manera especial.
Y en el psicoanálisis post-freudiano, ¿ve usted aportaciones sin ser de Freud?
Muchas. Por ejemplo, el psicoanálisis
aplicado a las perversiones. Quiero decir que la verdadera estructura de
las perversiones como a tales se ha de considerar post-freudiana.
Algunos fenómenos muy elaborados, como la función del objeto
transicional descubierta por Winnicott, son elementos absolutamente
positivos que han sido introducidos en la experiencia y que tienen una
función muy precisa en la teoría. Además, hay una gran afición a
investigar el psicoanálisis de la psicosis, que sin duda es
post-freudiana. Pero vamos comprobando que estas investigaciones
resultan más eficaces cuando se les aplican instrumentos propiamente
freudianos.
Por otra parte, con su «retorno a
Freud», usted pone en guardia implícitamente contra autores, libros,
teorías que, según usted, corrompen el sentido originario del freudismo.
Podría poner muchos ejemplos.
Cíteme algunos.
Como se sabe, la mayor parte de lanzas
las he roto contra los círculos dirigentes de la Sociedad Psicoanalítica
Internacional, que después de la guerra me han colocado en una
situación muy especial. Mi oposición es categórica, agresiva, y se
acentúa ante una teoría y una práctica totalmente centradas en las
doctrinas llamadas «del Ego autónomo», que dan a la función del Ego el
carácter de una «esfera sin conflictos», como se le llama. Este Ego, en
substancia viene a ser el Ego de siempre, el Ego de la psicología
general, y en consecuencia, nada de lo que pueda discutirse o resolverse
sobre él es freudiano. Simplemente, es una manera subrepticia y
autoritaria, no de incluir el psicoanálisis en la psicología general
como pretenden, sino de llevar la psicología general al terreno del
psicoanálisis, y en definitiva de hacer perder a éste toda su
especificidad. Aquí me veo obligado a hacer un resumen poco preciso. No
puedo insistir sobre lo que representa el grupo de Nueva York,
constituido por personajes que provienen directamente del ambiente
alemán –Heinz Hartmann, Loewenstein, Ernest Kris (que ha muerto)– los
cuales, por así decirlo, se han aprovechado de la gran diáspora nazi
para imponer en América, con toda la autoridad que derivaba del hecho de
proceder de aquel lugar benemérito, una cosa absolutamente adecuada a
una sociedad que, en este aspecto, estaba esperando que los Magos la
intimidaran. Para sus teorizaciones encontraron incluso excesivas
facilidades, surcos demasiado trazados por una tradición, para no
extraer beneficios extraordinarios de carácter personal. En una palabra,
se trata de una traición muy clara a lo que continúan siendo los
descubrimientos peculiares de Freud.
Pero cuando se habla de psicoanálisis
en América, los no especialistas piensan sobre todo en otros
exponentes. Por ejemplo, en Marcuse y en Norman Brown.
Marcuse es una personalidad cultural muy
simpática e ingeniosa. Sin tener una auténtica autoridad científica,
basada en una experiencia psicoanalítica personal, ha tenido la audacia
de imaginar y de someter a juicio las prácticas e incluso los principios
de nuestra sociedad a nivel, por así decirlo, de un oro más sano. Es
preciso reconocer que sus doctrinas no tienen una gran importancia desde
el punto de vista especulativo. Es cierto que siguiendo esta dirección
ha podido desarrollar análisis particulares y proponer perspectivas
iluminadoras, para explicar algunos aspectos de nuestra práctica social,
en especial en el campo de las costumbres, y con cierta dosificación
cuando aborda el problema del erotismo. Son teorías muy interesantes en
el aspecto descriptivo, pero que no conducen ni a un análisis
estructural auténtico ni a ningún resultado utilizable en la
transformación de algunos aspectos de nuestra civilización.
Nuestra civilización parece cada vez más
condicionada por una serie de procesos inertes, y además por cierto tono
difundido, por así decirlo, gracias a una especie de economía del
erotismo; elementos regidos por leyes que están muy lejos de poder ser
individualizadas por medio de simples especulaciones teóricas.
¿Cree usted entonces que el intento
de aplicar el psicoanálisis a la civilización y a la historia (y a la
antropología, siguiendo las huellas de Géza Roheim) está destinado al
fracaso?
No, pero sería conveniente examinar las
cosas a nivel más radical, aunque sólo fuera para entender el sentido en
que se puede ejercer un control de cualquier especie de los fenómenos,
en el plano de la colectividad.
¿Y basándose en Totem y tabú y en Moisés y la religión monoteísta, usted ve la posibilidad de aplicar el freudismo sin que sea una pura elucubración teórica?
Es muy posible, pero no de una manera inmediata.
Y, ¿qué piensa de Norman Brown?
Brown es un buen ejemplo de cómo puede
hacerse una obra perfectamente aireada, sana, eficaz, inteligente,
reveladora, con la sola condición de que un ingenio no prevenido (en
efecto, Brown no se había ocupado nunca de estos temas) se tome la
molestia de leer a Freud, de la misma manera que se leen otras
cosas cuando no se está cretinizado previamente por mixtificaciones de
baja vulgarizacion. Por ejemplo, hay gente que habla de Darwin sin
haberlo leído nunca: lo que comúnmente se llama «darwinismo» es un
tejido de imbecilidades, en el que no se puede decir que las frases que
se citan no hayan sido extraídas de Darwin, pero que no son más que unas
cuantas frases cosidas, con las que se pretende resolver todo, y en las
que se describe la vida como una gran lucha y en la que todo funciona
con el predominio del más fuerte. Basta abrir a Darwin para darse cuenta
de que las cosas son algo más complicadas. De la misma manera que hay
una lectura de Freud, la que se enseña en los institutos de
psicoanálisis, que impide leer a Freud con cierta garantía de
autenticidad. Y entretanto, un recién llegado, que obtiene una beca de
estudios de la W.W.L. para que escriba algo sobre Freud –desde luego,
alguien que no sea un estúpido – de repente escribe un libro revelador.
«Esto es lo que significa Brown. Esto y nada más».
En sus Écrits figura un
importante ensayo dedicado al «tiempo lógico»; y en general, el problema
del tiempo es un tema clave de sus investigaciones. ¿Podría usted
resumir los términos del planteamiento?
Todavía estoy muy lejos de poder
abordarlo con toda la amplitud de implicaciones con que podré hacerlo en
el futuro. El tema del tiempo me toca muy de cerca, en primer lugar,
porque como todo el mundo sabe, yo hago un uso muy variable de la
referencia temporal. Por ejemplo, yo no me someto al standard temporal
que suele utilizarse de una manera estereotipada en la práctica
psicoanalítica.
¿En qué sentido?
En el sentido cronológico y terapéutico.
Quiero decir que los psicoanalistas suelen hacer durar las sesiones unos
45 minutos, y después se paran. El hecho de que la mayor parte de los
analistas sigan este criterio, como una referencia básica sobre la que
se debe trabajar, sin que exista posibilidad alguna de discutirla, es un
fenómeno muy curioso. Yo creo que el analista, por el contrario, ha de
conservar su libertad, entre otras cosas, para utilizar una sesión breve
o prolongada según le convenga.
Es decir, de cinco minutos a tres horas.
Sí. Es él quien debe decidir el por qué.
Aun cuando se han aducido muchos argumentos sobre esta cuestión, resulta
increíble, exorbitante, que sea preciso ofrecer pruebas concluyentes.
En todo caso, deberían ser los que creen, Dios sabe por qué, que el
standard ha de ser de 45 minutos, invariable y obligatorio, los que
deberían justificar esta invariabilidad. Y en cambio, no se han podido
dar explicaciones distintas del «todos lo hacen así». Esta costumbre fue
copiada, transcrita de Freud quien, no obstante, cuando la transmitió
tuvo mucho cuidado en señalar sus reservas diciendo, poco más o menos:
«yo lo hago así porque me resulta cómodo y si otro quiere seguir un
criterio más cómodo para él, puede hacerlo tranquilamente». Desde luego,
ésta no es la manera de debatir la cuestión, porque decir «lo hago así
porque me resulta cómodo» no es ningún argumento. Freud dejó el problema
sin solución. Sobre la «dosificación» del tiempo está todo por decir.
Pero evidentemente, cuando usted me
formulaba su pregunta no pensaba en este «tiempo». Sólo he querido
referirme a este punto porque para mí es muy grave y no veo la razón de
evitarlo. Y con mayor razón porque nadie lo afronta, como si tuvieran
miedo de quedarse sin un terreno sólido en el que apoyarse en la
práctica. Me sabe mal dejarlo porque podría explicar muchas cosas. Pero
tampoco puedo evitar de insistir sobre ello porque en muchas ocasiones,
cuando no se me ha podido atacar respecto a la doctrina, me han atacado
en este terreno. En realidad, da lo mismo que lo haga así o de otra
manera; como en cualquier caso los demás también lo harán a su manera,
¿qué puede importarles que yo utilice esta práctica? Es tan cierto esto
que algunas personas que yo he formado según este criterio han sido
recibidas con los brazos abiertos en la Sociedad Psicoanalítica
Internacional, con la única condición de que votaran contra mí en
determinada circunstancia. Esto ha bastado como autorización total.
Volviendo a la pregunta de antes…
Es cierto que existe un tiempo que no es el de la inercia psicológica, o
de la transmisión nerviosa, sino el tiempo de la transmisión
intelectual; ahora, mientras hablo, usted emplea cierto tiempo para
darse cuenta de lo que le digo, aunque es difícil medirlo. Pero no es
éste tampoco el tiempo que le interesa…
Al contrario, me interesa muchísimo.
Sí, es muy interesante, pero tampoco es
el tiempo «analítico». Mejor dicho, es analítico en el sentido de que,
cuando levanto un vaso, por ejemplo, noto su peso: en este sentido todo
lo es. En cambio, basándose en las funciones del inconsciente el tiempo específicamente estructural está
constituido por el elemento de «repetición». Justamente ahora se
comienza a explorar si se trata de una temporalidad ligada esencialmente
a la constitución como tal, a la llamada «cadena significante». Estamos
en el plano del ritmo, de la cadencia, de la interpunción, de los
grupos temporales en los que se pueden hacer distinciones propiamente
topológicas –de grupos abiertos y grupos cerrados, por ejemplo. Lo que
una frase es en sí, lo que comporta la unidad esencial de la frase por
el hecho de ser un ciclo cerrado y como consecuencia, un cumplimiento
posterior con efectos de carácter retroactivo, todos éstos son temas que
apunto continuamente en la dialéctica (110)que desarrollo,
pero que aún no he aislado como problemas autónomos en un capítulo
dedicado al problema de la temporalidad; ni he creído que la mejor
manera de exponerlos fuera «seriándolos» con base en categorías
intuitivas, según los modos de la estética trascendentalista. He
introducido una nueva dimensión en el tiempo lógico, la de la
«precipitación identificadora», como cosa que en el fondo se
autodetermina y que solamente puede actuarse en cierto modo que llamo
del a-tiempo lógico. Mi contribución es muy original y entre los
especialistas de lógica hubiera podido provocar un gran interés si éstos
no trabajaran a un nivel «no saturado» como el que trabajan,
dedicándose únicamente a la constitución de sistemas formales. Pero
cuando se reintroduzca la noción de sujeto en cuanto implica la
dimensión del sujeto freudiano en su reduplicación profunda y
originaria, la división inaugurante que es la del sujeto como tal,
solamente podrá ser establecida por la relación entre un significante y
otro significante que es consecuencia retroactiva del primero; de hecho,
el sujeto propiamente es lo que un significante representa
para otro significante. Aquí radica, se inaugura el fundamento propio de
la subjetividad, en la medida en que se puede deducir la necesidad de
un inconsciente no transponible en cuanto a tal, de un inconsciente
que no puede ser vivido de ninguna manera en el plano de la conciencia. Cuando
estas cosas hayan sido teorizadas adecuadamente, es decir, cuando se
haya puesto en evidencia la «estructura topológica», podremos establecer
con mayor libertad las bases de una lógica pre-subjetiva, o sea de una lógica que surja en la frontera de la constitución del sujeto.
En términos sencillos, esta estructura, ¿es una verdad más acá del tiempo?
No. No creo que pueda ser
interpretado así. Yo también creo que la verdad siempre está encarnada.
El ámbito de la verdad y el del saber sólo comienzan a distinguirse
cuando en verdad el verbo «se hace carne». La verdad es lo que resiste al saber.
Por lo tanto, para usted la verdad no es una cosa que se sitúe en el tiempo.
No. Sólo puedo concebir un ámbito de la
verdad en donde hay una cadena significante. Si falta un lugar en donde
pueda manifestarse lo simbólico, nada se puede proponer como verdad. Es
lo real, con toda su opacidad y con su carácter de imposible esencial, y
sólo cuando entramos en el ámbito de lo simbólico puede abrirse una
dimensión de cualquier clase. La verdad difícilmente puede ser
calificada de dimensión porque en el fondo, todo lo que decimos es
verdad en cuanto lo decimos como verdad; incluso en el caso de que haya
cierto matiz de falsedad, no se trata propiamente de falsedad
precisamente porque lo decimos como verdad; la verdad no tiene ninguna
clase de especifidad.
¿Ni en el plano metodológico? Cuando
usted introduce sus tres registros –simbólico, imaginario, real –, ¿no
cree que corresponden a tres órdenes de la existencia?
Desde luego. Aunque creo que, con toda
probabilidad, lo simbólico es perfectamente perceptible y aún está
prefigurado en lo real. Sólo parto de aquellos tres registros porque me
parece que es indispensable separarlos a nivel de la praxis analítica.
Si a nivel de mi praxis analítica no se hacen distinciones entre lo que
se refiere a lo simbólico, a lo imaginario y a lo real, inmediatamente
se cae en todas las viejas ideas místicas, es decir, que lo simbólico es
la naturaleza que se pone a cantar, que ya desde la época de las
primeras amebas se esperaba el acontecimiento de que el hombre se
convirtiera en pensamiento puro, en una palabra, los mitos que siempre
están a punto para reintroducirse en nuestra experiencia analítica para
hacerla ceder a la fascinación y a las seducciones de las metafísicas
más usadas, que ya no es necesario combatir sino poner entre paréntesis,
para analizar correctamente lo que sucede a nivel de nuestra praxis. A
nivel de (112)nuestra praxis todo funciona en el orden simbólico, y podemos observar que de las palabras,
sobre todo de las palabras dichas en aquellas condiciones, es imposible
que surja nada verdadero; por lo cual, si surge algo de verdaderamente
eficaz, manejar la palabra probablemente quiere decir agitar un registro
importante, que normalmente no se maneja de una manera rigurosa, en una
palabra, quiere decir que se hace intervenir todo lo que es más
genuinamente originario, en el ámbito del lenguaje. Es cierto que el
lenguaje es una cosa ya estructurada; a Sartre le gusta definirlo como
lo práctico-inerte, ello forma parte de su filosofía, no veo
inconveniente. Pero es extraordinariamente necesario subrayar que las
estructuras fundamentales del lenguaje –las que se encuentran a nivel
del análisis lingüístico más moderno, por ejemplo, las de la
formalización lógica – vienen a ser coordenadas que permiten situar lo
que sucede al nivel del inconsciente, es decir, permiten afirmar que el
inconsciente está estructurado como un lenguaje. Y no se trata de una analogía, sino que quiero decir que su estructura es exactamente
la misma del lenguaje. Por lo demás, esto resulta evidente para quienes
se tomen la molestia de abrir una obra de Freud. Cuando realiza un
análisis del inconsciente, a cualquier nivel, Freud siempre hace un
análisis de tipo lingüístico. Freud había inventado la nueva lingüística
antes de que ésta naciese. Usted me preguntaba en qué me distinguía de
Freud: en esto, en el hecho de que yo conozco la lingüística. Él no la
conocía, y por lo tanto no podía saber que lo que hacía era lingüística,
y la única diferencia entre su posición y la mía estriba en el hecho de
que yo, abriendo un libro suyo, en seguida puedo decir: esto es
lingüística. Puedo decirlo porque la lingüística apareció pocos años
después del psicoanálisis. Saussure la comenzó poco después de que
Freud, en La interpretación de los sueños, hubiera escrito un verdadero tratado de lingüística. Esta es mi «distancia» de Freud.
¿Es por esta razón que en la
conclusión al fragmento de su Conferencia de Viena, que se publicó en la
«Quinzaine», usted declaraba: «si queréis saber más, leed a Saussure»?
Exactamente. Pero tenga en cuenta que el
fragmento que usted cita y ha leído en la «Quinzaine» no se puede
separar de su contexto, como sucede con los libros sagrados. No fui yo
quien separó aquel fragmento. Lo hicieron mientras estaba en América y
lo dieron como pasto al público. Entendámonos, no es que me desagrade,
porque creo que es un texto bien escrito. Pero no se puede separar de su
contexto. Colóquelo usted de nuevo en «Choses freudiennes» y verá el
sentido que adquiere.
Usted usa con frecuencia términos musicales, como «registro» y dice que el logos se ha de encarnar.
Un momento. Cuando hablamos de verdad a
nivel psicoanalítico, no es a propósito del lenguaje sino de la verdad.
En psicoanálisis, la verdad es el síntoma. En donde hay un síntoma, hay
una verdad que se abre camino.
Pero donde hay síntoma, hay lenguaje.
Absolutamente de acuerdo. Pero por un
momento he creído que usted me hablaba de la verdad como si yo me
estuviera refiriendo a la Verdad…
No, no. Yo pensaba que lo que usted
decía no hace mucho (y que es un tema central en todos sus escritos) de
buscar una salida que no sea solamente una empiria, como en el caso de las investigaciones de Melanie Klein, y a la vez que no sea el logos separado de la empiria.
Para poner un ejemplo, pensaba en la música, que es sonido y a la vez
estructura, vía de salida, y a lo que se refería Kant con la noción de esquema trascendental.
Si usted quiere… Así es, sin más. En
otros términos, yo atiendo a los datos estructurales. Pero debo precisar
que en el término «dato» ya hay el término estructura y que en
cualquier campo científico los datos son tomados en consideración
dentro del marco de una estructura: no hay datos en bruto. Un dato es
algo que ya se recoge en el ámbito de una «falsilla» (como usted ha
dicho: no rechazo este término, aunque no me resulta familiar).
Por lo tanto, ¿usted impostaría de esta manera las relaciones entre lo «vivido» y lo «lógico»?
Creo que la substancia de lo vivido es lo lógico y que este famoso «vivido», en el fondo es una noción… cómo decirlo…
¿Abstracta?
Bueno, hasta cierto punto, sí; se presta a toda clase de abusos.
¿En la medida en que usted se refiere a una cosa inefable, inexpresable en términos lógicos?
Yo estoy dispuesto a admitir lo inefable,
vivimos en lo inefable. Pero si es inefable, no hablemos de ello.
Tomemos como ejemplo el deseo –hay toda una dialéctica del deseo y de la
demanda –, no importa que no pueda ser articulado a su nivel
fenoménico, que es absolutamente vinculante: no hay nada tan insistente
como el deseo. Se trata de saber para qué sirve. Yo llego hasta aquí: yo
tengo una teoría que explica para qué sirve el deseo. Es una
escalerilla que nos permite encaramarnos y superar los límites fijados
por el principio del placer. Pero no basta que el deseo no sea inefable
por naturaleza –y verdaderamente no es inefable desde el momento que no
busca sino su propia teorización: se hacen miles de cosas para sugerir
cuál es nuestro deseo –, digamos inarticulable en su
especificidad para todos: el hecho de que no sea articulable no implica
que no esté articulado sino al contrario, está suspendido en
articulaciones que surgen en otra parte, al nivel de la demanda.
Forma parte de un sistema.
Exactamente. Lo repito: el hecho de que
no sea articulable no significa, como convencionalmente se cree, que no
esté perfectamente articulado. Si no estuviera articulado no podríamos
hacer nada con él. En tal caso sería adecuada la vieja noción de
«tendencia». Esto demuestra y justifica con bases biológicas, la
diversidad radical entre el deseo y lo que podríamos llamar «la vía del
instinto» (si es que existe). Además, esto nos permite poner en duda,
por efecto de una especie de retroacción, a nivel biológico, las
pretendidas «funciones instintivas». Nadie se toma la molestia de
discutirlas porque parece que han de existir, dado que funcionan. Pero
éste no es un argumento válido: podrían «funcionar» por muchas otras
razones.
Así, ¿cree usted que la dimensión del instinto es reducible?
No llego a tanto. Pero observo que si
hacemos un estudio científico del comportamiento de los animales, es
decir, si nos dedicamos a la etiología, llegaremos a instaurar
categorías fundadas en correlaciones, precisas: por ejemplo, podemos
suscitar una conducta gracias a ciertas reproducciones elementales que
sirven de «anzuelo»: basta con agitar en el aire un trozo de tela que se
parezca a la cabeza de un ave de presa, para que las gallinas se pongan
a chillar y se escondan; de esta manera estudiamos la etiología animal.
De esto a decir que existe un instinto de fuga ante el ave de presa no
hay más que un paso. Es preciso aprender a poner en duda, no la
naturaleza, sino el hecho de poder hablar de ello con una tranquila
desenvoltura en el plano científico.
En este caso, ¿niega usted la existencia del «instinto»?
Ya nadie cree que exista, en ningún campo
científico, salvo algunos psicoanalistas particularmente retrógrados.
Freud, por ejemplo, nunca habló de instintos. Siempre habló de impulsos.
Le aconsejo que relea las páginas de Freud dedicadas a los impulsos:
verá usted que se trata de una cosa tan poco «natural» como lo pueden
ser los «collages» de los surrealistas. Quiero decir que los cuatro
elementos que Freud distingue en los impulsos –fuente, empuje, objeto y
fin – no pueden ser, más heteróclitos y heterogéneos entre sí. Se
comprende ahora cuán grave ha sido traducir el término alemán «Trieb»
por «instinto»: «Trieb» nunca ha significado instinto. Y no puede servir
de pretexto decir que en lengua francesa no existen otros términos para
traducirlo, salvo aquél tan disonante de «pulsión». En inglés han
encontrado una cosa mejor, «drive» y en italiano (y en español)
«impulso» es mejor que «pulsión». Pero ninguno de estos terminos llega a
dar el sentido adecuado de «Trieb».
Volviendo al problema del tiempo, no sé si usted conoce las Investigaciones lógicas de Husserl. ¿Cree usted que este tipo de investigaciones no interesan?
Un poco.
Porque allí también se plantea.el problema del tiempo a nivel de la constitución.
De todas maneras, observe lo siguiente.
Se podría decir y se ha dicho, y está escrito por la misma pluma de
Freud, que el inconsciente no conoce el tiempo por cuanto su repetición y
su insistencia en cierto sentido convierte «al deseo en indestructible»
–y es la última frase de La interpretación de los sueños. Por
lo tanto, lo inconsciente es algo que «insiste», que viene de las
profundidades del pasado, que en cierto sentido nada puede satisfacer ni
modificar: es un elemento completamente paradojal, que parece ir contra
toda referencia biológica. La insistencia en la repetición inconsciente
es una cosa que es preciso reelaborar (117)en las categorías
del tiempo, que es distinto del simple fluido temporal y que quizás no
permite dar al tiempo un valor tan radicalmente originario como en las Investigaciones lógicas de Husserl.
Yo no he dicho nunca que el tiempo sea
inalienable. A este propósito, yo recurro con frecuencia y me resulta
muy cómodo y práctico, a aquel articulito sobre el Tiempo lógico que usted ha observado entre mis Écrits
(cuando lo lea se va a divertir); siempre me sirvo de él como de un
utensilio rudimentario pero nuevo, que se aplica bastante bien a su
función. Naturalmente, no pretendo haber hecho todas las construcciones
necesarias. Si, como se suele decir, «Dios me da vida», me queda mucho
por hacer, porque muchos puntos clave de mi teoría aún no están
resueltos. Es cierto que la idea de sistema no me resulta extraña; sólo
que no pretendo haber constituido un sistema cerrado, cosa que, por otra
parte, no me habría permitido revivir el sentido de la experiencia
freudiana. Y le he de confesar que el inconsciente del cual me debo
ocupar como teórico también es el inconsciente encarnado de las
resistencias de los psicoanalistas al inconsciente. De hecho, todas las
evoluciones post-freudianas (en sentido cronológico) del psicoanálisis
son la consecuencia de un gran rechazo del inconsciente.
En definitiva, ¿un fenómeno histórico-cultural?
Sí. Un fenómeno que me he visto obligado a
afrontar, en especial en la fase que podríamos llamar del
«descubrimiento del sujeto», que es tan esencial en nuestra ciencia que
quizás no habría surgido nunca sin una correcta situación del sujeto. De
la misma manera que el cogito cartesiano fue un momento esencial en el
desarrollo de la ciencia, la fase del descubrimiento del sujeto, a otro
nivel, de lo imaginario, la he calificado como «estadio del espejo».
Para mí, estas referencias tienen un carácter biológico. Quiero decir
que, si usted lee bien mi articulito, titulado precisamente Estadio del espejo, verá
que el fundamento de la captura a través de la imagen especular, a
través de la imagen de lo semejante, y su carácter de cristalización
captivante, lo que se llama la «cristalización narcisística del hombre»,
se encuentra en un hecho biológico, ligado a los hechos biológicos que
Bolk describió como premaduración del nacimiento, como, por así decirlo,
retraso, mantenimiento de la constitución anatómico-embrionaria, en el
hombre vertebrado. La corteza cerebral es una corteza embrionaria, y en
la anatomía del hombre es específica. El «estadio del espejo» se
entiende en una acepción biológica.
Ahora que estamos en este terreno, ¿puede usted aclarar lo que entiende exactamente por «descentramiento del sujeto»?
Yo nunca he utilizado esta expresión. Como Freud, he hablado de Spaltung, de división del sujeto.
Pero al tratar de esta teoría, muchos
la entienden como un «descentramiento» substancial. Por ejemplo, Sartre
en la entrevista que concedió a la revista «Arc».
Ya lo sé. En realidad se trata de un
«escindirse». Para enunciar estas teorías me he valido, como siempre, de
mi experiencia clínica. No es preciso recurrir a Freud para darse
cuenta del fenómeno por el cual un sujeto es capaz de tener dos
auténticas series de defensas en un solo punto de importancia capital,
de las cuales una deriva del hecho de admitir este punto como resuelto
en cierto sentido y la otra serie, exactamente paralela a la primera, en
sentido diametralmente opuesto. Cada serie tiene su proliferación
propia. Esta experiencia es tan corriente que se puede decir que es la
base misma de lo que hay de más fundamental en el hombre, la «creencia».
La creencia siempre es, a la vez, no creer en algo. Esta «escisión» del
sujeto, absolutamente esencial para él, está tan vinculada a nuestra
experiencia cotidiana que quizás valdría la pena de promover una
tipología que (119)la explicara. Es lo que intento hacer y he cristalizado en torno a ella todas mis referencias (por ejemplo, la que he llamado bandas de Moebius, permite
explicar cosas muy interesantes). Hasta el punto de que me pregunto si
no estoy llegando a la verdadera substancia del fenómeno.
¿Usted supone que ha sido sobre todo
su concepción del sujeto la que ha suscitado tantas polémicas y tantas
resistencias sobre su pensamiento? ¿Qué piensa usted de las
controversias de las que ha sido protagonista?
Probablemente podrá decirse que la
consistencia, y el retraso, de mis construcciones teóricas, está
relacionada con los conflictos y con las luchas históricas que me he
visto obligado a sostener. No me refiero aquí a Heinz Hartmann y a los
demás, no voy a ser yo que voy a sacarles de sus sillones de Nueva York,
tan confortables; no es éste el verdadero adversario «cultural» de mis
teorías: son mis propios discípulos. Le aseguro que es con ellos con los
que debo pelearme; no se imagina usted las reacciones personales que
suscitan en ellos mis esfuerzos para conseguir que trabajen y entiendan
algo; los problemas de este orden son los que prácticamente me absorben.
Usted diría quizás que se trata de obstáculos «culturales», y en el
fondo yo prefiero llamarlos «históricos», con la venia de Sartre, el
cual se imagina… Oh, es increíble. En su entrevista publicada en «Arc»
le preguntan: «En la actitud de la generación más joven respecto a
usted, ¿ve alguna aspiración común?». Contestación: «Una tendencia
general dominante (porque el fenómeno no es general) es la del rechazo
de la historia». Pero, ¿es que la historia se identifica con Sartre? En
mi libro se pueden hallar muchas observaciones sobre la historia. Yo soy
un historicista más radical que muchos que se proclaman a sí mismos
como tales, con la diferencia de que la Historia, la Gran Génesis
pseudo-marxista que les sirve de guía y todas las tonterías de este
género, me hacen reír. He vivido bastante para ver surgir cosas que
nadie hubiera sido capaz de imaginar como, por ejemplo, el nazismo.
Cosas a las que los que se llaman a sí mismos cultivadores de la
Historia, con toda su prosopopeya, con todo su «bagage», con todas sus
«claves interpretativas», no han podido siquiera dar un principio de
explicación. No me hable de la Historia divinizada. Si hay una Musa
completamente periclitada, ésta es Clío.
¿Cuál es su posición respecto a las relaciones entre psicoanálisis y moral social? Entre sus Écrits
hay un artículo de criminología (Introducción teórica a las funciones
del psicoanálisis en la criminología) que creo que me permite plantear
el problema.
Durante todo un año he dirigido in seminario dedicado a la Ética del psicoanálisis. Mediante
la introducción de la experiencia psicoanalítica –del deseo
inconsciente, por ejemplo – he intentado investigar los problemas éticos
en términos nuevos respecto a las posiciones éticas tradicionales. Así,
he podido enunciar algunas tesis, como la de la dimensión «entre dos
muertes», completamente original, y en la que delineo formas de
comportamiento irreductibles a la simple manipulación de la experiencia
psicoanalítica. Basándome en la teoría que usted llamaba hace poco del
«descentramiento del sujeto», he intentado hacer algo semejante a lo que
hizo Aristóteles, con la misma seriedad: he intentado rehacer la ética
siguiendo un procedimiento análogo (por experiencia) al de la Ética a Nicómaco. Sería
un poco difícil presentarle un catálogo de lo que he hecho durante un
año de lecciones. Puedo decirle que ha dado lugar a un volumen que, en
su tiempo, ya fue aceptado por las Presses Universitaires de France.
No lo dejé publicar, porque pensé que era prematuro: en opinión de
algunos amigos, determinadas teorías que allí sostenía podían impedir mi
ingreso en la Sociedad Psicoanalítica Internacional. El ingreso me fue
vedado de todas maneras, pero por lo menos puedo decir que no fue por
causa de aquella publicación. Tarde o temprano lo publicaré; quizás con
retraso, pero usted ya sabe que tengo un criterio muy particular sobre
el tiempo. «Mi vida, como la de mucha gente que ha hecho algo, ha sido
una larga y paciente espera». El texto de la Ética del psicoanálisis en
realidad fue redactado por un alumno mío y es un resumen completo de
mis cursos. No obstante, ya no corresponde exactamente a mis posiciones
actuales y por lo tanto, espero que un día u otro tendré tiempo para
escribirlo de nuevo. Con todo, esta Ética del psicoanálisis,
que saldrá en fecha próxima, consiste en un seminario, como los que
dirijo cada año, de unas treinta lecciones muy elaboradas, cada una de
las cuales dura dos horas y cuyo contenido se transcribe integralmente
por estenografía y es copiado a máquina: ya veremos qué reacciones
suscitará. Evidentemente, puede interesar a un público bastante extenso,
pero se desenvuelve en un plano rigurosamente psicoanalítico, por lo
que, a fin de cuentas, sólo los psicoanalistas serán los depositarios de
lo que pueda contener de verdad.
Según usted, ¿cuáles habrían de ser
las principales consecuencias de una aplicación radical del
psicoanálisis a la moral objetiva, a la moral social?
No he dicho nunca que se tratara de una moral social.
La llamo así para distinguirla de la moral de intenciones, del sentido de culpa, etc.
No creo que el psicoanálisis llegue a eliminar el sentido de culpa.
No, es cierto, pero no se trata de eso.
Pero quiero precisarlo, porque hay mucha gente que cree que el psicoanálisis va a liberar a la humanidad de la culpabilidad. La culpabilidad, querido amigo, es la principal protección contra la angustia. Y como para esto va muy bien, sería un verdadero error renunciar a ella.
Pero, ¿cuáles van a ser los efectos lejanos de un psicoanálisis freudiano aplicado correctamente a la criminología?
En la pequeña relación que usted citaba
antes he delineado las contradicciones actuales de la criminología. En
gran parte se deben a las manipulaciones del delito, a través de las
cuales se manifiesta la insuficiencia de las instituciones vigentes, que
llegan al extremo de no saber reconocer la autonomía de la dimensión
delictuosa. Al no saber juzgarlo, se confían al psiquiatra, a quien no
corresponde juzgar, y por una especie de contrasentido permanente,
acaban utilizando lo que el psiquiatra les dice. ¿Cómo lo utilizan? De
la manera que les parece mejor. Así, cuando un «delito» les parece
demasiado grande para no espantar a todo el mundo, condenan sin piedad,
aunque el psiquiatra diga que se trata de un irresponsable (entre otras
razones, porque siempre hay otros psiquiatras que declaren que es
responsable). En otras palabras, de momento reina una arbitrariedad
total. Y en el fondo, esto es lo que quería decir en mi reseña sobre la
criminología.
Usted no pretende haber resuelto nada.
No. En absoluto. Me basta con señalar que
existen problemas que impiden totalmente el mantenimiento de
determinados límites aristotélicos. Incluso para la mentalidad común hay
una serie de comportamientos que quedan excluidos del campo de la
moral, por ejemplo, las perversiones más graves, las que pertenecen a la
esfera de la «monstruosidad» o de la «bestialidad». Pero no se trata en
absoluto de esto: incluso en las perversiones estamos condicionados por
el hecho de ser individuos parlantes, lo que implica una
extensión de la racionalidad, a pesar de todo. Y esto es lo que
caracteriza de momento al psicoanálisis: extiende el campo de lo
racional. Lo que no significa que se hayan resuelto todas las
ecuaciones, sino solamente que existen ciertas perspectivas que es
preciso tener en cuenta, valiéndose de los medios fuertes, incluso en
una humanidad que comience a darse cuenta de estas cosas. Dependen de
factores ajenos a la racionalidad, que conciernen más bien al ámbito de
las instituciones, o que afectan a elementos que tienden a considerarse
como los más nobles y que en realidad son los más oscuros: por ejemplo,
la preocupación por la autonomía personal, el estatuto personal. Cuanto
más nos adentramos en este ámbito estructural particular, más tímidos
nos volvemos. Puede estar seguro de que si se hace algo de
revolucionario en este campo, no será a través del conocimiento psicoanalítico.
El conocimiento psicoanalítico puede preparar el terreno, pero las
transformaciones llegarán por otras vías, más inertes, es decir, que se
producirán a través de las nuevas formas de «constreñirse» a que nos
obligará el desarrollo de las ciencias. Si hay algo que puede forzar a
modificar las costumbres, es el desarrollo de las ciencias. Cuando haya
algunas cosas que no sólo serán transmitidas sino que se convertirán en
fruición común a nivel de las cesas comunes –como ha sucedido con la
televisión y con otros descubrimientos técnicos de esta especie; o como
el hecho de que no pueda suceder nada en ningún rincón del mundo, que no
se transmita inmediatamente a todo el resto – la necesaria reforma de
las costumbres tendrá lugar a nivel de fenómenos como éstos. Pero esto
no quiere decir que algunas viejas estructuras se replantearán, y que
incluso pueden quedar vigorizadas. Veamos por ejemplo, lo que sucede en
la Iglesia Católica. La vieja Iglesia Católica no creo que esté
realmente muerta, y creo que sabrá servirse muy bien de algunas
innovaciones, y quizás llegará a conseguir destacar algunos aspectos de
su decrépita «sabiduría». Comprenda usted que yo trabajo en un campo
pequeño, valiéndome de una praxis muy precisa, y viendo los efectos que
produce sobre todo el mundo y en particular sobre los que la practican;
he de establecer un determinado número de relaciones con un rigor
parecido al de los sistemas lógicos. Aparentemente se trata de pequeños
senderos que no nos pueden llevar muy lejos y que, en cambio, llevan más
lejos de lo que se cree. El principio al que quiero someterme es el que
expresa la fórmula de Freud: «la voz de la razón es baja, pero dice siempre lo mismo».
«Quizás parezca que me estoy divirtiendo haciendo filigranas, pero esto
sólo es un expediente para despertar a la gente»: para nosotros los
psicoanalistas, esta dimensión del despertar es absolutamente primaria,
entre otras razones, porque nos lo enseña la experiencia. A fin de
cuentas, incluso en el hombre que se cree más «racional», el síntoma
tiene algo de tórpido, que nosotros hemos de transformar en un signo del
despertar. Esto nos impone una extrema vigilancia y un trabajo
constante.